25 febrero 2010

Las infatigables reglas

En todo en esta vida encontraremos siempre reglas, aunque digamos que estamos en su contra, a todos les gusta poner normas, inventar reglas. Sabemos y es indiscutible que los reglamentos rigen todo. Aunque la regla sea que no hay reglas. Eso es una regla.

Yo muchas veces me pregunto ¿por qué los humanos tenemos la ideología de vivir siempre con éstas? En la escuela que sea hay normas, en las familias hay reglas, las constituciones son series de reglas, los contratos también, para ir a un hotel o vivir en algun lado ahí hay reglas, reglas de tránsito, reglas ortográficas, normas de convivencia, reglas del juego, reglas matemáticas, reglas de comportamiento, reglas del futbol, reglas del hospital... en fin son sólo reglas de la vida.

No se si es por que vivimos con miedo, o por que la libertad en todo su esplendor nos asusta, pero necesitamos seguir siempre algo, tener seguro lo que debemos y no debemos hacer. Es por esto que todo lo vemos en contrastes esta correcto o incorrecto, sigue la regla ¿o la viola?.

¿Es tan dificíl vivir como queramos, sin seguir ni una sóla regla?
Creo que el mundo de hoy no podría vivir sin estas y el caos reínaria y por lo tanto el miedo. Pero éste miedo podría ser unicamente miedo a lo desconocido, a lo inesperado a no saber que va a pasar. Por que las reglas pocos las rompen, multitudes las siguen. Hay un pequeño porcentaje de lo inesperado, la trampa en el juego, el delito en las leyes. Pero para eso tenemos precaución, en cambio ¿Qué pasaría si estas multitudes que mensiono, se encontraran desprovistas de sus tácitamente amadas reglas?

De nuevo me pregunto ¿Qué habría pasado si nunca se hubiera escrito, dicho o promulgado ninguna regla, ninguna norma, ningún código de Hammurabi?

¿Tú qué piensas?

15 febrero 2010

Ojos de Buey (cuento de navidad 2009)

Me volvió a despertar el ruido, pero esta vez no eran los rebuznos del viejo burro, sino era la mujer la que no paraba de gritar. No me había despertado sólo a mí, sino también a su viejo animal y al hombre que venía con ella, sus chillidos se acompañaban de gemidos y una respiración acelerada que rompían con la quietud y serenidad que debía de tener una buena noche; yo la vi agresivamente y di dos patadas contra el suelo para callarla, pero ella parecía no percatarse de mis acciones y seguía gritando como si alguien la estuviera golpeando fuertemente. No podía conciliar el sueño. Desde que habían llegado no me habían dejado dormir esos tres, primero el hombre barbudo, roncó tan fuerte que parecía león, estaba exhausto y somnoliento desde su llegada, más tarde el viejo burro empezó a rebuznar porque no se acomodaba en el pequeño rincón, pero se dio cuenta que yo no le cedería más espacio del que ya le había dado y terminó por silenciarse, lo que me faltaba era el ruiderio que estaba produciendo la panzona.

Habían llegado ya entrada la noche y se habían dispuesto a dormir en mi hogar el cual, desde que murió Rumiante hacia 10 años había sido sólo mío, pero claro, ellos dormían como si hubieran caminado más que yo con la carga de Don Remigio hasta el pueblo y a mí su posadero no lo dejaban cerrar el ojo. A Rumiante lo habían llevado al matadero cuando se rompió la pata y ya no fue capaz de cargar con los trozos de madera de Remigio, siempre esperé otro compañero tras su muerte pero la verdad es que ahora estaba muy acostumbrado a mi soledad y no me gustaba que se interrumpiera de esa manera tan poco común e inesperada.

No sé porque Remigio los condujo hasta mi casa y los dejó dormir en la paja que me pertenecía, no había cedido a las súplicas de decenas de personas que habían tocado a su puerta ese día, después de que admitió en su pequeña casa a las primeras cinco personas de las multitudes que llegaban a nuestra ciudad. Tampoco tengo idea de porque los metió aquí conmigo, me quería molestar más de lo que me molestaba con su carga de leña cada día desde temprano en la mañana. Al día siguiente no trabajaría, me negaría y no saldría de mi cobertizo para recuperar el descanso que sus huéspedes me estaban negando esa noche.

Los decibeles de los gritos crecían y yo no encontraba motivo alguno para que los profiriera, se veía sana y más gorda que yo; la miré fijamente para asustarla, pero creo que con los años había perdido este efecto que podía tener con las personas, me dí cuenta de que estaba sudando y pensé que podía tener una infección interna como la que le dio a la vaca lechera que antes tenía también Remigio. El hombre trataba de calmarla y le explicaba que tenía que respirar más lento, ella lo tomó de la mano y noté que al hombre le dolió lo fuerte que se la apretó, pero continuó sosteniéndola, preocupado por su supuesta infección. El burro se volvió a dormir y yo lo intente pero las vociferaciones de la mujer no me dejaban.

El hombre salió del portal y rápidamente regreso con una vieja, una de los huéspedes de Don Remigio. La mujer empezó a gritar más y la vieja la tranquilizo, yo volteé la cara porque me recordó al matadero donde perdió la vida Rumiante, pero cuando me dí cuenta los invasores de mi hogar ya no eran tres sino cinco. Ahora la mujer ya no gritaba pero en sus brazos cansados sostenía a un niño que chillaba intensamente y tampoco me dejó cerrar los parpados. De pronto el alba llegó y las estrellas se empezaron a borrar.

Sorpresivamente Remigio no me llevó a trabajar ese día, pasó todo el día haciéndoles compañía a la mujer, al hombre y al bebé, que parecía que era el hijo de éstos. Trajó comida junto con su mujer, Felipa, e incluso me compartieron un poco. Paulatinamente se fue llenando el portal de gente, pero todos eran amables conmigo y dejó de importarme tanto que invadieran mi espacio. El bebé era tierno y regordete pero seguramente todos los pastores que llegaron, Remigio y el resto de la gente veían algo especial en él, que mis ojos de buey no podían apreciar, o no distinguían del resto de los bebés humanos que habían visto.

Por la tarde salí a dormir fuera del portal pues mi cuerpo me exigía el sueño que no obtuvo en la noche estrellada y adentro no había espacio suficiente para recostarme. Al día siguiente vino todavía más gente, y la noche antes de que se fueran, llegaron tres visitantes más. Vestidos con finas ropas, traían cosas que olían horrible y otras que brillaban como la luna. También traían ricos alimentos de los cuales me tocaron todas las sobras y me engordaron un poco para rescatar esa figura choncha y fuerte que presumía en mi juventud.

Después se fueron todos, incluso la mujer que ya no era tan panzona, el hombre, y el bebé que tantas personas había atraído. A la larga lo sigo recordando porque su presencia cambió por completo la actitud de Don Remigio, me consentía más después de trabajar y nunca volvió a usar su callado en mi contra, el reía más con Felipa y yo sonreía con el nuevo buey que compartía mi carga, seguramente, el niño si tenía algo de especial.

La Dorada Almendra


Los mejores tamales de la capital eran, sin duda alguna, los de doña Armida; despedían un olor tan singular que todas las mañanas me animaban a despertar al alba, para saborear el suculento platillo. En cuanto al mole, el poblano que traía Pepe Córdoba semanalmente, deleitaba los paladares de los capitalinos día tras día, no había ninguno como aquél. Si lo que querías eran las mejores gorditas o quesadillas debías comprar las de doña Luz, quién sabe como le hacía para que le quedaran siempre en su punto. Pero en eso de los dulces, la ganaba yo de todas, todas.

En 1805, mí padre abrió la dulcería llamada “La Dorada Almendra”, en honor al dulce de almendra, típico de la casa. Yo tenía seis años y disfrutaba especialmente de los muéganos que hacía mi tía Lulú.
Mientras crecía, escuchaba las conversaciones de mi padre acerca de las revueltas que, gracias a un tal cura Hidalgo y otro tal Morelos, harían de nuestro país, uno más justo. Como buen criollo, mi padre pronto se unió a la resistencia de la guerra de independencia. Recuerdo que se jactaba de haber visto el famoso abrazo de Iturbide y Guerrero, de haber entrado con el triunfante ejército trigarante a la capital. Para mí eso eran babosadas. Sólo significaba la pérdida económica de la familia y el cierre de la dulcería. Mi papá murió poco después de la consumación y me dejó como pilar y sustento de mi madre y mis cuatro hermanas menores.

Habiendo crecido durante la guerra de Independencia mi educación era pobre, y decidí hacer lo único que sabía hacer bien: dulces.

Reabrí la dulcería de mi padre con mucho esfuerzo, regateando por el local tan bien ubicado en la calle de Tacubaya, que para ese entonces pertenecía a un ex sargento del ejército de Iturbide. Para ganar el dinero organizaba pequeñas rifas de galletas de nuez, ates o chocolates de cacao Tabasqueño. Tras hacer los deberes del hogar que les correspondían, mis hermanas me ayudaban con la confección de las golosinas y atendiendo la dulcería. Así logre que se abriera de nuevo el negocio familiar, pronto, gracias a “La Dorada Almendra” el sabor del azúcar, del piloncillo, la nuez y la vainilla estaban en la boca de todos.

Me casé con Catherine McKenzie, una bonita muchachita, hija de un gringo que se había venido a México disque para comprar unas tierras que nunca compró. La boda fue sencilla, pero yo sólo tenía ojos para la bella Caty que sonreía con una cara todavía llena de inocencia infantil. Mi madre se rompió la espalda haciendo un mole oaxaqueño y chiles en nogada, una reciente creación mexicana, pero los invitados quedaron más encantados con las muestras de dulces que dimos al terminar la celebración.

Caty se unió pronto al negocio familiar y junto a Rebeca y Martha mis hermanas que para ese entonces eran las únicas que seguían solteras, se dedicaba a confeccionar los membrillos, dulces de leche, galletas, y yemitas; mi Caty también introdujo nuevos métodos para hornear las galletas y para confeccionar los turrones.

Para entonces ya estaba bien entrado el año de 1823, Iturbide fue desterrado y nadie parecía satisfecho con las políticas de su país recientemente liberado, todos se quejaban pero no escuchaban. El marido de mi hermana Ligia tenía unas ideas centralistas, que decía nos traerían un país como Francia, mientras que mi primo Bernardino trató de integrarme varias veces a lo que según yo era la logia de York, de aquellos que querían un régimen más liberal. La verdad nunca me importó mucho eso de la política, para mí, que me dejaran mi changarrito de dulces, y nadie me molestara, ahí que se pelearan entre ellos mientras yo hacía alegrías y dulces de amaranto, claro que los revoltosos mexicanos no quisieron hacer esto, pero no me daría cuenta hasta cuatro años más tarde.

En ese año nació Adalberto, un año después Josefina y Esther. Caty andaba como loca cuidando niños y horneando las obleas. Rebeca, que nunca se casó, la ayudaba en todo, pero como era demasiado para las dos, me permití darme el lujo de contratar a Hernán, un chamaco que nos ayudaría en la dulcería. Hernán mostró su diligencia en cualquier encargo que se le hacía y su creatividad en la confección de los tradicionales dulces de piñón, que no sé de dónde aprendió. Pronto el huérfano ya tenía una familia. Y la dulcería cada vez más famosa, tenía más golosinas.

Mientras había un atraso económico en la población en general, mi negoció florecía. El estado estaba en bancarrota y pedía préstamos a Europa, mientas que yo sólo pedía prestada a las Carmelitas su famosa receta de merengues.

“La Dorada Almendra” era la sensación de los capitalinos, los niños ahorraban sus centavos para comprar tamarindos (de azúcar para los chiquitos y con chile para los más grandecitos), los enamorados gastaban en chocolates blancos para sus novias, las señoras se deleitaban con las galletas de cochinitos y los cacahuates garapiñados, las viejecillas se chupaban los dedos después de comerse sus mazapanes y los esponjosos bombones, hasta una vez el mismo Guadalupe Victoria fue a la dulcería del Parián a comprar los recomendados polvorones, y a su petición, se le mandó a palacio, una bolsita de estos semanalmente con Hernán.

Todo estaba tranquilo, mi negocio, el único mexicano exitoso del mercado del Parián, iba en alza, hasta que en el terrible año de 1828, durante el conocido Motín de la Acordada, en el que dentro de sus interminables desacuerdos políticos se pelearon los partidarios de Guerrero y Gómez Pedraza, saquearon la dulcería, rompieron vidrios, muebles, pisotearon las pepitas y las cocadas, hirieron a Hernán, desgarraron el papel tapiz, se llevaron todo el dinero y también el cajón de cristal que albergaba los dulces de almendra, los que un día le habían dado el nombre a la dulcería.

En un abrir y cerrar de ojos el negocio que tanto me había costado construir, estaba en ruinas, todo el Parián era un desastre, parecía que un tornado había pasado por ahí, llevándose con él, especias filipinas, ropa inglesa, pasteles franceses y claro, mis dulces mexicanos.

Tengo el recuerdo tan claro de la dulcería de la calle de Tacubaya, mientras mis hermanas y Caty limpiaban el desastre hecho el día anterior, mis hijos trataban de rescatar las pocas frutas cristalizadas que aún no habían sido devoradas por las cucarachas o el mar de cajeta que había arrasado con el pequeño paraíso de golosinas, Hernán y yo sacábamos los hornos y muebles muertos por machetes, piedras y palos.

Mi vida como yo la conocía se acabó súbitamente, no más tardes paseando en la Alameda con los niños, no más noches leyendo al lado de la acogedora chimenea del hogar, no más evitar los rollos de los conservadores y liberales. Ahora todo estaba dirigido al bienestar de la dulcería a la que había dedicado mi vida, la volvería a sacar a flote. Confeccionaría los mejores acitrones, y dulces de leche, me cuidaría de las revueltas, volvería a salir adelante.

Y sí, con determinación volví a hacer mis rifas de higos, rollos de nuez y pasta de almendra para reabrir el local donde tenía su casa “La Dorada Almendra”, pero nadie parecía tan interesado en dulces como en los ideales políticos. Aún así logré mis objetivos un tiempo después con la nueva almendra de oro. Y aunque no era lo mismo de antes, estaba satisfecho de haber logrado algo por mí mismo, no como el pastelero Remontel que se quejó tanto de sus sesenta mil pesos perdidos en repostería, que nada más nos traería más problemas. Y no los necesitábamos. Remy, como le decíamos los tenderos del mercado, le regaló un excelente pretexto a su país natal para invadir mí país natal.

Habían pasado diez años. Llevábamos todo este tiempo con la nueva dulcería vendiendo palanquetas y camotes. Mis hijas ayudaban al negocio. Esther, mientras rechazaba pretendientes más grandes que ella; y Josefina, soñando despierta. Mientras Adalberto estudiaba lo que yo no pude. Caty ahora era enfermiza, fría e inexpresiva, era un ente que deambulaba por la casa y ya ni los dulces de anís lograban reanimarla. Rebeca en cambio nunca perdió su sonrisa, y no se cansaba de fabricar rollos de guayaba y jamoncillos de nuez.

Era un lluvioso abril y empezaron las discusiones con Francia, México rechazó las exigencias del país europeo por un trato preferencial en las relaciones diplomáticas, comerciales y de navegación, destitución y castigo de varios funcionarios mexicanos y la eliminación de préstamos forzosos a los ciudadanos franceses, por lo cual declararon la guerra, usando como pretexto las quejas del buen Remy, que huyó a su país cuando vio que todos los mexicanos se lo iban a acabar. Para finales de noviembre, el fuerte de San Juan de Ulúa que conocí de niño, se encontraba bombardeado, pero para marzo de 1839 la paz estaba firmada.

Esta vez no sólo era el país el que estaba endeudado debiendo a Francia una fortuna, yo también lo estaba. Había una crisis económica que se hacía cada vez más grande en el país, crisis para la venta de charamuscas y barras de nuez, crisis para pagar a los proveedores, crisis para mantener a la familia, crisis para pagar el doctor de Caty, quien murió poco después.

Para 1840 estaba desesperado y no sabía qué hacer. Decidí llamar a mis hijas, a Rebeca y a Hernán y darles las tristes noticias de que tendríamos que cerrar la dulcería en la que ellos con tanto fervor habían trabajado. No más muéganos para mí, piñones para Hernán, chocolates para Josefina, bombones para Esther, galletas para Rebeca ni Dorada Almendra para los mexicanos.

No me dejaron cerrarla, decidieron que no habíamos encontrado aún la golosina perfecta para endulzar los paladares de la ciudad. Estuvimos toda la noche en la cocina de la dulcería y para el final de la semana la cocina se encontraba tan desordenada como el país. Había esencia de vainilla regada en las sillas, chocolate amargo embarrado en las paredes, pepitas que crujían en el suelo, galletas quemadas sobre el horno, frutas escondidas en los cajones, mermelada ensuciando mis manos, y merengue en los cachetitos de Josefina. Pero en el centro de la mesa, al cual todos mirábamos abstraídos, se encontraba la delicia nunca antes concebida.

La nombramos mazapán de chocolate, no era como los mazapanes traídos de España hechos de almendra, eran mucho mejores. La verdad es que fueron un accidente: Rebeca experimentaba con azúcar glass y un poco de miel de maíz, Hernán le añadió un botecito de cacahuate recién molido en su charola, lo mezclaron y quedó como el mazapán tradicional, lo cortaron en circulitos, y lo pusieron en una charola, junto con los demás experimentos fallidos que no habían logrado superar a los anteriores dulces de “La Dorada Almendra”. Ahí fue cuando Josefina se tropezó y derramó su chocolate hirviendo sobre esta charola. Al enfriarse probó el mazapán recubierto y enloqueció al instante, todos tomamos una pieza, y nos dimos cuenta de que en esa charola se encontraba lo que por tanto tiempo habíamos buscado.

El mazapán de chocolate se convirtió en un pedacito de alegría para los mexicanos en esos tiempos truculentos. A nadie le importaban los abusos de Santa Anna o las administraciones fallidas de Bustamante cuando podían tener la nueva creación de mi dulcería en su boca. Los liberales y conservadores eran amigos en mi dulcería, mientras abrían sus mazapanes de chocolate envueltos en papeles de colores. La dulcería de la almendra de oro se volvió la más popular, y ni siquiera enfrentamos problemas en 1843, cuando Santa Anna demolió el Parián. En donde estuvieran los múltiples locales de La Dorada Almendra, se llenaban de niños que ahorraban sus centavos para comprar tamarindos (de azúcar para los chiquitos y con chile para los más grandecitos), de enamorados que gastaban en chocolates blancos para sus novias, de señoras que se deleitaban con los mazapanes y los cacahuates garapiñados, de viejecillas que se chupaban los dedos después de comerse sus galletas de cochinitos y los esponjosos bombones, pero claro, ahora siempre también se llevaban un mazapán de chocolate.

Para mí desde ahí, la vida fue un dulce.

Atentado

Aplasté el jitomate con todas mis fuerzas contra su pálido rostro, las semillas volaron por el avión junto con el rojo jugo y la pulpa desecha. Me miró enfurecido mientras un pedazo de cáscara resbalaba en su cachete. -¡No me gusta el jitomate! –Grité mientras el copiloto entomatado me tacleaba. Vi a la gente asustada, en su mayoría cubiertas por jitomates, vi a mi lado a las aeromozas tiradas con cara de horror, el jitomate se confundía con su sangre. Seguramente a ellas tampoco les gusta esta fruta colorada que se cree verdura, pensé.