11 febrero 2012

22

Llevaba 21 minutos sentado en el excusado, pero fue cuando volteó a ver el espejo que se dio cuenta de que indudablemente iba a morir ese día. Entonces, en vez de seguir cabalmente su rutina de hacía 20 años, (regadera, desayuno, periódico, dientes, metro, trabajo, comida, trabajo, metro, tele, pijama, dientes, sueño, regadera, desayuno...) por un sólo día, Ernesto Gárate hizo lo que consideraba debía hacer una persona con las horas de vida contadas.

Sin ponerse nada que lo abrigara de ese espantoso frío de febrero, ¿para qué si de todas maneras iba a morir? Ernesto se colocó sus viejos lentes de pasta sobre su flequillo despeinado y agachado en su escritorio de madera de pino, escribió largas cartas con la pluma fuente que le regaló su papá cuando inició sus estudios en la escuela de jurisprudencia: 19 faltas de ortografía, 18 minutos más de los contemplados, 17 páginas,  16 "te quiero".

Después de disfrutarla por un momento relativamente largo, quemó toda la pornografía que no le hubiera gustado que su hermano y probablemente su cuñada encontraran cuando limpiaran y ordenaran su casa para rentarla o mudarse en ella: 15 mujeres pelirrojas, 14 revistas, 13 películas, 12 fotografías sueltas y dedicadas.

Fue a comer a sus restaurantes favoritos ya sin preocuparse por un empacho, comió algo de cada grupo alimenticio, y a pesar de cuidar fielmente los modales enseñados a manazos por su abuela, no dejó ni un rastro de comida en ninguno de los platos: 11 cucharadas de azúcar en total, 10 platillos, 9 mentas, 8 tequilas.

Cuando regresó a su casa, hizo algunas llamadas telefónicas legales y burocráticas para pagar por su entierro, saldar sus cuentas y donar todo su dinero que no quería que se quedaran el par de interesados que eran su hermano y su cuñada: 7 tonos de ocupado, 6 cuentas vacías, 5 niños supuestamente alimentados de por vida en algún rincón de África.

A las seis de la tarde fue al aeropuerto, con el dinero que tenía en la cartera compró un boleto sencillo para la paradisiaca playa que siempre juró visitar y se emocionó de la posibilidad hermosa de muerte que le podría ofrecer: 4 horas de vuelo, 3 bebés llorando a todo pulmón en el avión, 2 estrellas fugaces, 1 hora en la playa. 

Ernesto murió a las 00:00 mientras contemplaba las grandes olas del océano Pacífico. Un mes más tarde su hermano y su cuñada se mudaron a su casa en la calle de Coahuila #22.


Café 2.

Bueno, después de todo no estás tan mal. Las palabras salieron de la boca de Eduardo mientras veía impaciente a su hermano. Estaba de malas, no había dormido preparando la junta que había arruinado sólo para venir a consolar a su hermano que sufría por su amor no correspondido. -Estoy tirado a la mierda Eddie, de verdad la amo perdidamente y a ella le valgo madres. Sueno como telenovela barata pero es muy neta. Si no estuvieras aquí me mataba, en serio me suicidaba. -Lucas estaba borracho y eso no era raro. Su hermano le sirvió una taza de café muy cargado y se bebió una igual casi de un sorbo. -Escríbele algo, si en algo eres bueno es un eso, una carta, un mail, necesitas un cierre, olvidarla de una vez por todas. Me tengo que ir a trabajar, que ya me metí en problemas por venir. Escribe y no hagas ninguna estupidez. -Lucas había escrito tres novelas y dos libros de cuentos que habían tenido un recibimiento decente, pero escribirle unas líneas a Penélope era una tarea mucho más complicada. Llorando se quedo dormido recargado sobre la mesa. El café que le había servido Eduardo se enfrío.

Penélope esperaba sentada en una banca del parque mientras leía la última novela de Lucas Salazar. Santiago la sorprendió con un beso digno del final de Cinema Paradiso. Minutos después estaban en una mesa en un cafecito romántico iluminado tenuemente por velas, las horas pasaban y ella reía cada vez que él le decía cosas cursis al oído y le acariciaba el pelo. -Tengo que decirte algo. -Porfa que no sean más cursilerías. -No. Me voy a casar con Lucía, mañana le voy a dar el anillo. -Santiago siguió acariciando la mano de Penélope mientras ella actuaba una sonrisa indiferente y lo besaba de nuevo mientras su mano temblando derramaba el café.

Joaquín despertó entre las sábanas que había comprado Martha unos días antes; se bañó en la regadera especificando en la pantalla la temperatura, presión y forma de caer del agua; se vistió con uno de los muchos trajes que había en su vestidor y subió a uno de sus coches deportivos ignorando el desayuno caliente y la taza de café que lo esperaban en el elegante comedor. Ya andadas tres cuadras dio una brusca vuelta y regresó. Estacionó el coche en su casa y salió caminando hacia el lado opuesto. Después de un rato se encontró con el puestito de Doña Estela. -¿Lo de siempre licenciado? ¿Tamal verde y cafecito? ¿O ora sí le entra a mi atolito? -El café, pa’ despertar. -Comió su tamal, pagó de más y mientras se alejaba, se dispuso a disfrutar su café de olla, que seguía siendo su predilecto. Su silueta se perdió entre el tumulto de personas que entraban a la estación del metro.

El lunes en la madrugada Lucía metió unas monedas a la máquina de café. Como era común, el café sabía muy mal y la máquina no le devolvió los tres pesos de cambio. A Lucía no le importó, estaba acostumbrada a ese brebaje diario que era como una pócima mágica para poder comenzar el día y aguantar por horas a las pubertas a las que les daba clases de matemáticas. Cuando sonó el timbre que anunciaba las 7 de la mañana, dio el último trago a su café en la sala de maestros y se dirigió al salón de 2ºB, pero ese día no adelantó nada del temario obligatorio en ninguno de los cuatro salones porque en los cuatro le preguntaron por el anillo nuevo de su mano y entonces la pasó feliz contando a las niñas de secundaria (que le pusieron mucha más atención que de costumbre) cómo se lo había dado Santiago en la noche del sábado.