16 noviembre 2010

Monólogos de un espantapájaros

Todo el santo día aquí parado, viéndolo y yo que no me puedo agachar por él y el sol, bola de fuego amarilla que quema y mi sombrero todo tirado sin que nadie lo recoja y yo achicharrándome de a poquito y mi sombrero llenándose de polvo y tierra y el sol burlándose de mi y el pájaro posándose en mi hombro y el gusano subiendo a mi sombrero y el sol quitándose las nubes y yo tristón, rompiéndome y el cuervo recordándome que no sirvo para lo que me crearon y el vidrio que aumenta la potencia del sol y mi sombrero que rueda con el aire y yo impotente, inclinado, chueco, torcido y el sol cada vez más fuerte y brillante y mi sombrero cada vez más lejos, y el vidrio que ayuda a prenderme fuego, y yo aquí quemándome de a poquito, sin que nadie lo note y el cuervo maldito que ya huyo con mi sombrero. Todo el santo día, hasta que sea pura ceniza.

Ventana cerrada.

Yo creía que eran sólo siete maravillas pero nunca me hubiera imaginado que había tantas. Ahí está el coloso monumental hecho de papel mache cual alebrije, 30 veces más grande que el de Rodas. La pirámide de cartas de puras copas de la baraja española que se detiene en la punta y es más imponente que la de Giza. Los jardines del paraíso, verdaderos esplendores botánicos que dejan atrás los de Babilonia. Un mausoleo mayor que el de Halicarnaso porque está construido para que todos los vivos disfruten y no para que un muerto descanse. Una estatua que no es de oro ni de Zeus, que es de helados, chocolates y otros postres y además me venera a mí. Un faro parecido al que alguna vez existió en Alejandría, pero no ilumina a barcos zozobrantes sino a las inteligencias apagadas. Un templo no como el de una inventada y olvidada diosa griega, ni como el de un ser sobrenatural, un templo que festeja la risa, que adora lo que necesites que se alabe de tu persona. Puedo ver las estrellas muy cerca y sin quemarme, los gusanos ahí son todos de gomitas, todos huelen a flores y perfumes o en su mínimo defecto a frutas frescas de dulces fragancias.Todo está tan cerca, casi al alcance de mi mano. Gorilas que hablan, montañas rusas en medio del océano pacífico, hadas que masajean mis pies en un spa con vista a las cataratas del Niágara, flores bellas que no me dañan y me llevan a mejores lugares que la marihuana, féretros que no cargan muertos sino manjares: caviar, salmón, patê, pizza, pasta, enchiladas, obleas de colores o lo que se te antoje en el momento. Ahí nadie es tonto, todos saben todo. Todos son ricos y no sólo por el oro. Todo esta tan cerca, del otro lado de esta ventana. Cerrada.

08 noviembre 2010

Página Marcada

La extrañaba, mucho. Cuando acabé de empacar sus cosas sentía una nostalgia impresionante, no sólo por ella, su pelo, sus negros ojos, sus carnosos labios, sus suaves manos y su agradable cintura, sino también por sus cosas. Los maquillajes que eran muchos y nunca usaba, la copa en la que aún se notaban sus huellas, las muñecas de trapo que cuidó desde su infancia, sus roídos guantes con los que me acariciaba, toda esa ropa que todavía olía a ella, y esos libros. Si no hubiera decidido quedarme con sus libros nunca lo habría notado. En mi viudez ya ni siquiera valía la pena saberlo.

Guardé únicamente esos viejos libros, después de años de apego sentimental doné todo lo demás a la beneficencia. Ni siquiera sé porque me quede con ellos. Yo no leo. Cuando vi mi casa vacía y sentí su presencia y olor desparecer, abrí su libro favorito, era uno sencillo, repleto de cuentos de tradición oral escandinava. Leí uno de los cuentos, lindo, simple. Después me di cuenta que había un fino papel marcando una de las páginas que hacía mucho no eran leídas.

Era una fotografía. Tardé en entenderlo y cuando lo hice rompí en llanto, se acabó la melancolía, se fundió mi nostalgia, reventó la tristeza y explotó en algo más grande. Pero seguían ahí, no sé, aún la extraño, mucho. Pero la odio, odio su recuerdo, odio esa foto, ella, casada conmigo, besando a mi hermano, Miguel.