08 noviembre 2010

Página Marcada

La extrañaba, mucho. Cuando acabé de empacar sus cosas sentía una nostalgia impresionante, no sólo por ella, su pelo, sus negros ojos, sus carnosos labios, sus suaves manos y su agradable cintura, sino también por sus cosas. Los maquillajes que eran muchos y nunca usaba, la copa en la que aún se notaban sus huellas, las muñecas de trapo que cuidó desde su infancia, sus roídos guantes con los que me acariciaba, toda esa ropa que todavía olía a ella, y esos libros. Si no hubiera decidido quedarme con sus libros nunca lo habría notado. En mi viudez ya ni siquiera valía la pena saberlo.

Guardé únicamente esos viejos libros, después de años de apego sentimental doné todo lo demás a la beneficencia. Ni siquiera sé porque me quede con ellos. Yo no leo. Cuando vi mi casa vacía y sentí su presencia y olor desparecer, abrí su libro favorito, era uno sencillo, repleto de cuentos de tradición oral escandinava. Leí uno de los cuentos, lindo, simple. Después me di cuenta que había un fino papel marcando una de las páginas que hacía mucho no eran leídas.

Era una fotografía. Tardé en entenderlo y cuando lo hice rompí en llanto, se acabó la melancolía, se fundió mi nostalgia, reventó la tristeza y explotó en algo más grande. Pero seguían ahí, no sé, aún la extraño, mucho. Pero la odio, odio su recuerdo, odio esa foto, ella, casada conmigo, besando a mi hermano, Miguel.

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