06 enero 2011

Entre luces de faroles

Las minúsculas luces de los faroles iluminaban su fatigada silueta. Era un adulto lo suficientemente atractivo, maduro y cansado, caminaba sin ganas a enfrentarse a ella, aprensiva, dependiente y demasiado melosa. Lo único que motivaba sus lentos pasos era la seguramente sabrosa cena y el calor de la chimenea que ella siempre mantenía encendida.

Sobre su oscuro pelo caía la nieve y sus pies dejaban un rastro de penosas huellas a cada paso que daba, su nariz estaba ligeramente roja al igual que sus orejas pero tenía un grueso abrigo azul marino y una cálida bufanda que lo protegían del frío que atacaba su cara como un millar de pequeñísimos cuchillos. Al llegar a la entrada de su vieja casa J se esperó unos segundos, limpió sus botas en el tapete roído y se quitó el guante de la mano derecha para poder abrir la puerta, finalmente dio un profundo suspiro y entró. Dentro había un fuego hogareño que iluminó sus ojeras y sus arrugas de hombre de cuarenta y tantos años. Ella lo recibió con los brazos extendidos y le entregó una taza de café caliente mientras besaba amorosamente su mejilla, le quitó suavemente su abrigo y después de colgarlo, le extendió la mano, que él no tomó, para que la siguiera.

Minutos después, sentada en un sillón, ella observaba como hipnotizada el fuego mientras acariciaba el oscuro pelo de J que dormitaba sobre su regazo. Lo volteo a ver y recorrió con sus cansados ojos y su dedo índice a su querido J, el lóbulo de su oreja, sus cejas gruesas y canas, su barba sin rasurar, sus pestañas largas y delicadas, sus labios partidos que ese día habían besado a otra mujer. Lo veía con melancolía recordando los días de hace tanto, juntos en la playa cuando él la amaba y con ternura la idealizaba. Un rato después ella también sucumbió ante el sueño recostada sobre la espalda de J, abrazándolo como si no quisiera dejarlo ir.

La despertó J con calma –Despierta, ve a la cama que ya es tarde.
- Te dormiste pronto, ni siquiera te acabaste tu café –dijo ella somnolienta.
-Lo sé.
-¿Tuviste un día pesado?
-Un poco, sí, eso creo… -dijo J sobándose el pelo nervioso.
-¿Quieres cenar? Prepare tus platos favoritos, crema de elote y pollo a la pimienta con salsa de limón.
-Gracias, ya comí un poco ahorita.
-¿Te gustó? –Él no respondió -¿Qué hora es? –preguntó ella estirándose y sacudiendo su falda, él miro su reloj. –Hora de que duermas.
-Amor, tengo todo el día para dormir, platícame de ti, del trabajo, ¿cómo van las ventas de la maquinaría esa para los congeladores?
-Ya lo sabes todo, es tedioso, ¿Por qué preguntas?
-Pues es bueno escucharte, siento que cada día te conozco menos, y ya no pasamos tiempo juntos.
-Estoy ocupado, lo sabes –dijo J, seco como el desierto. Ella parecía triste. –Cada vez te siento más distante…
-Eso no es verdad. Voy por agua, ¿quieres?

La cocina estaba bastante más fría que el cuarto adyacente. En la estufa había un pollo frío sobre el sartén y una olla con una sopa clara. Parecía que ninguno de los dos había sido probado aún. Y junto a la pared, una mesa puesta, muy arreglada, para dos personas como si fuera un día especial, con unas velas consumidas en el centro. Mientras él se quitaba su guante izquierdo que aún tenía puesto, lo guardaba en su bolsillo trasero y se servía un vaso de agua, ella empezó a lavar los platos casi limpios que él había dejado en el lavabo.

J la volteó a ver bruscamente - ¿Qué tú no vas a cenar?
- No tengo hambre, sólo cocine para ti.
- Anda, cena algo y vete a dormir.
- No tengo hambre, tampoco sueño.
-Bueno, como quieras, creo que yo ya me voy de todas maneras.
- Pero acabas de llegar… ¿ves cómo me dejas sola?
-Tengo que irme.
-Ella apagó el agua y lentamente dijo, con un tartamudeo casi imperceptible -Sé que tienes muchas mujeres y te importan más que yo, entiendo pero seme honesto ¿Vas con una de ellas?
-No hay otras mujeres, sólo está mi esposa que quiero mucho –Paso su mano cálida sobre el frágil hombro de ella -¿entiendes?
-y qué me dices de la güerita esa del otro día, tonta no soy.
-No digas nada sobre ella.
-¡La trajiste aquí!
-Por favor, no la menciones. –Dijo J tajante como queriendo acabar pronto con la conversación.
-No me hagas encubrir tus secretos.
-No pasó nada, ¿podemos cambiar el tema?
-Me mientes, me evades, me dejas sola todo el día, a mí que soy la única mujer que realmente te ha querido. –Casi gritó ella en un tono orgulloso y lleno de reproche.
-No exageres, por favor, no necesito esto.
-No lo hago, de verdad te quiero – dijo ella en un tono más suave.
- Y yo a ti, -Trato de abrazarla pero ella lo apartó.
-Te sientes obligado, hace mucho que ya no sientes eso por mí.
-Te quiero de verdad, por eso estoy aquí
-Yo también te quiero. -Dijo dejándose estrechar entre los brazos de J. -No te vayas
-Tengo que irme.
-Lo sé…

La luna había salido, junto con las luces de las casas y los faroles de la calle, ésta iluminaba la reluciente alfombra de nieve que había caído. Ya no se veían sus huellas. Al abrir la puerta los dos se estremecieron por el frío. J se puso de nuevo sus guantes y su abrigo, ella alcanzó un gorrito y se lo puso, le dio un beso en la mejilla y él sonrió. Se dieron un largo abrazo.
-Te quiero hijo -Dijo ella
-Yo a ti mamá
-Saludos a tu mujer y a mis nietos… pórtate bien
-El rió –Lo haré.

Cuando él se había alejado lo suficiente caminando hasta su casa ella cerró la puerta y recargada en ella se secó unas lágrimas con el costado de su mano. La realidad es que hace mucho que el ya no era sólo para ella. Ya no era de ella. Subió las crujientes escaleras de madera, haciendo un breve alto a la mitad para fijarse en la fotografía de la playa mexicana. Su pequeño J. Ya en el segundo piso entró a su cuarto, deshizo su chongo blanco del que se desprendieron largos y delgados cabellos, se miró al espejo, él tenía sus ojos, pero no estaban enmarcados por tantas arrugas. Sentada en su cama miro por la ventana y se durmió pensando en las minúsculas luces de los faroles, en la fatigada silueta de J caminando entre ellas.

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