15 febrero 2010

La Dorada Almendra


Los mejores tamales de la capital eran, sin duda alguna, los de doña Armida; despedían un olor tan singular que todas las mañanas me animaban a despertar al alba, para saborear el suculento platillo. En cuanto al mole, el poblano que traía Pepe Córdoba semanalmente, deleitaba los paladares de los capitalinos día tras día, no había ninguno como aquél. Si lo que querías eran las mejores gorditas o quesadillas debías comprar las de doña Luz, quién sabe como le hacía para que le quedaran siempre en su punto. Pero en eso de los dulces, la ganaba yo de todas, todas.

En 1805, mí padre abrió la dulcería llamada “La Dorada Almendra”, en honor al dulce de almendra, típico de la casa. Yo tenía seis años y disfrutaba especialmente de los muéganos que hacía mi tía Lulú.
Mientras crecía, escuchaba las conversaciones de mi padre acerca de las revueltas que, gracias a un tal cura Hidalgo y otro tal Morelos, harían de nuestro país, uno más justo. Como buen criollo, mi padre pronto se unió a la resistencia de la guerra de independencia. Recuerdo que se jactaba de haber visto el famoso abrazo de Iturbide y Guerrero, de haber entrado con el triunfante ejército trigarante a la capital. Para mí eso eran babosadas. Sólo significaba la pérdida económica de la familia y el cierre de la dulcería. Mi papá murió poco después de la consumación y me dejó como pilar y sustento de mi madre y mis cuatro hermanas menores.

Habiendo crecido durante la guerra de Independencia mi educación era pobre, y decidí hacer lo único que sabía hacer bien: dulces.

Reabrí la dulcería de mi padre con mucho esfuerzo, regateando por el local tan bien ubicado en la calle de Tacubaya, que para ese entonces pertenecía a un ex sargento del ejército de Iturbide. Para ganar el dinero organizaba pequeñas rifas de galletas de nuez, ates o chocolates de cacao Tabasqueño. Tras hacer los deberes del hogar que les correspondían, mis hermanas me ayudaban con la confección de las golosinas y atendiendo la dulcería. Así logre que se abriera de nuevo el negocio familiar, pronto, gracias a “La Dorada Almendra” el sabor del azúcar, del piloncillo, la nuez y la vainilla estaban en la boca de todos.

Me casé con Catherine McKenzie, una bonita muchachita, hija de un gringo que se había venido a México disque para comprar unas tierras que nunca compró. La boda fue sencilla, pero yo sólo tenía ojos para la bella Caty que sonreía con una cara todavía llena de inocencia infantil. Mi madre se rompió la espalda haciendo un mole oaxaqueño y chiles en nogada, una reciente creación mexicana, pero los invitados quedaron más encantados con las muestras de dulces que dimos al terminar la celebración.

Caty se unió pronto al negocio familiar y junto a Rebeca y Martha mis hermanas que para ese entonces eran las únicas que seguían solteras, se dedicaba a confeccionar los membrillos, dulces de leche, galletas, y yemitas; mi Caty también introdujo nuevos métodos para hornear las galletas y para confeccionar los turrones.

Para entonces ya estaba bien entrado el año de 1823, Iturbide fue desterrado y nadie parecía satisfecho con las políticas de su país recientemente liberado, todos se quejaban pero no escuchaban. El marido de mi hermana Ligia tenía unas ideas centralistas, que decía nos traerían un país como Francia, mientras que mi primo Bernardino trató de integrarme varias veces a lo que según yo era la logia de York, de aquellos que querían un régimen más liberal. La verdad nunca me importó mucho eso de la política, para mí, que me dejaran mi changarrito de dulces, y nadie me molestara, ahí que se pelearan entre ellos mientras yo hacía alegrías y dulces de amaranto, claro que los revoltosos mexicanos no quisieron hacer esto, pero no me daría cuenta hasta cuatro años más tarde.

En ese año nació Adalberto, un año después Josefina y Esther. Caty andaba como loca cuidando niños y horneando las obleas. Rebeca, que nunca se casó, la ayudaba en todo, pero como era demasiado para las dos, me permití darme el lujo de contratar a Hernán, un chamaco que nos ayudaría en la dulcería. Hernán mostró su diligencia en cualquier encargo que se le hacía y su creatividad en la confección de los tradicionales dulces de piñón, que no sé de dónde aprendió. Pronto el huérfano ya tenía una familia. Y la dulcería cada vez más famosa, tenía más golosinas.

Mientras había un atraso económico en la población en general, mi negoció florecía. El estado estaba en bancarrota y pedía préstamos a Europa, mientas que yo sólo pedía prestada a las Carmelitas su famosa receta de merengues.

“La Dorada Almendra” era la sensación de los capitalinos, los niños ahorraban sus centavos para comprar tamarindos (de azúcar para los chiquitos y con chile para los más grandecitos), los enamorados gastaban en chocolates blancos para sus novias, las señoras se deleitaban con las galletas de cochinitos y los cacahuates garapiñados, las viejecillas se chupaban los dedos después de comerse sus mazapanes y los esponjosos bombones, hasta una vez el mismo Guadalupe Victoria fue a la dulcería del Parián a comprar los recomendados polvorones, y a su petición, se le mandó a palacio, una bolsita de estos semanalmente con Hernán.

Todo estaba tranquilo, mi negocio, el único mexicano exitoso del mercado del Parián, iba en alza, hasta que en el terrible año de 1828, durante el conocido Motín de la Acordada, en el que dentro de sus interminables desacuerdos políticos se pelearon los partidarios de Guerrero y Gómez Pedraza, saquearon la dulcería, rompieron vidrios, muebles, pisotearon las pepitas y las cocadas, hirieron a Hernán, desgarraron el papel tapiz, se llevaron todo el dinero y también el cajón de cristal que albergaba los dulces de almendra, los que un día le habían dado el nombre a la dulcería.

En un abrir y cerrar de ojos el negocio que tanto me había costado construir, estaba en ruinas, todo el Parián era un desastre, parecía que un tornado había pasado por ahí, llevándose con él, especias filipinas, ropa inglesa, pasteles franceses y claro, mis dulces mexicanos.

Tengo el recuerdo tan claro de la dulcería de la calle de Tacubaya, mientras mis hermanas y Caty limpiaban el desastre hecho el día anterior, mis hijos trataban de rescatar las pocas frutas cristalizadas que aún no habían sido devoradas por las cucarachas o el mar de cajeta que había arrasado con el pequeño paraíso de golosinas, Hernán y yo sacábamos los hornos y muebles muertos por machetes, piedras y palos.

Mi vida como yo la conocía se acabó súbitamente, no más tardes paseando en la Alameda con los niños, no más noches leyendo al lado de la acogedora chimenea del hogar, no más evitar los rollos de los conservadores y liberales. Ahora todo estaba dirigido al bienestar de la dulcería a la que había dedicado mi vida, la volvería a sacar a flote. Confeccionaría los mejores acitrones, y dulces de leche, me cuidaría de las revueltas, volvería a salir adelante.

Y sí, con determinación volví a hacer mis rifas de higos, rollos de nuez y pasta de almendra para reabrir el local donde tenía su casa “La Dorada Almendra”, pero nadie parecía tan interesado en dulces como en los ideales políticos. Aún así logré mis objetivos un tiempo después con la nueva almendra de oro. Y aunque no era lo mismo de antes, estaba satisfecho de haber logrado algo por mí mismo, no como el pastelero Remontel que se quejó tanto de sus sesenta mil pesos perdidos en repostería, que nada más nos traería más problemas. Y no los necesitábamos. Remy, como le decíamos los tenderos del mercado, le regaló un excelente pretexto a su país natal para invadir mí país natal.

Habían pasado diez años. Llevábamos todo este tiempo con la nueva dulcería vendiendo palanquetas y camotes. Mis hijas ayudaban al negocio. Esther, mientras rechazaba pretendientes más grandes que ella; y Josefina, soñando despierta. Mientras Adalberto estudiaba lo que yo no pude. Caty ahora era enfermiza, fría e inexpresiva, era un ente que deambulaba por la casa y ya ni los dulces de anís lograban reanimarla. Rebeca en cambio nunca perdió su sonrisa, y no se cansaba de fabricar rollos de guayaba y jamoncillos de nuez.

Era un lluvioso abril y empezaron las discusiones con Francia, México rechazó las exigencias del país europeo por un trato preferencial en las relaciones diplomáticas, comerciales y de navegación, destitución y castigo de varios funcionarios mexicanos y la eliminación de préstamos forzosos a los ciudadanos franceses, por lo cual declararon la guerra, usando como pretexto las quejas del buen Remy, que huyó a su país cuando vio que todos los mexicanos se lo iban a acabar. Para finales de noviembre, el fuerte de San Juan de Ulúa que conocí de niño, se encontraba bombardeado, pero para marzo de 1839 la paz estaba firmada.

Esta vez no sólo era el país el que estaba endeudado debiendo a Francia una fortuna, yo también lo estaba. Había una crisis económica que se hacía cada vez más grande en el país, crisis para la venta de charamuscas y barras de nuez, crisis para pagar a los proveedores, crisis para mantener a la familia, crisis para pagar el doctor de Caty, quien murió poco después.

Para 1840 estaba desesperado y no sabía qué hacer. Decidí llamar a mis hijas, a Rebeca y a Hernán y darles las tristes noticias de que tendríamos que cerrar la dulcería en la que ellos con tanto fervor habían trabajado. No más muéganos para mí, piñones para Hernán, chocolates para Josefina, bombones para Esther, galletas para Rebeca ni Dorada Almendra para los mexicanos.

No me dejaron cerrarla, decidieron que no habíamos encontrado aún la golosina perfecta para endulzar los paladares de la ciudad. Estuvimos toda la noche en la cocina de la dulcería y para el final de la semana la cocina se encontraba tan desordenada como el país. Había esencia de vainilla regada en las sillas, chocolate amargo embarrado en las paredes, pepitas que crujían en el suelo, galletas quemadas sobre el horno, frutas escondidas en los cajones, mermelada ensuciando mis manos, y merengue en los cachetitos de Josefina. Pero en el centro de la mesa, al cual todos mirábamos abstraídos, se encontraba la delicia nunca antes concebida.

La nombramos mazapán de chocolate, no era como los mazapanes traídos de España hechos de almendra, eran mucho mejores. La verdad es que fueron un accidente: Rebeca experimentaba con azúcar glass y un poco de miel de maíz, Hernán le añadió un botecito de cacahuate recién molido en su charola, lo mezclaron y quedó como el mazapán tradicional, lo cortaron en circulitos, y lo pusieron en una charola, junto con los demás experimentos fallidos que no habían logrado superar a los anteriores dulces de “La Dorada Almendra”. Ahí fue cuando Josefina se tropezó y derramó su chocolate hirviendo sobre esta charola. Al enfriarse probó el mazapán recubierto y enloqueció al instante, todos tomamos una pieza, y nos dimos cuenta de que en esa charola se encontraba lo que por tanto tiempo habíamos buscado.

El mazapán de chocolate se convirtió en un pedacito de alegría para los mexicanos en esos tiempos truculentos. A nadie le importaban los abusos de Santa Anna o las administraciones fallidas de Bustamante cuando podían tener la nueva creación de mi dulcería en su boca. Los liberales y conservadores eran amigos en mi dulcería, mientras abrían sus mazapanes de chocolate envueltos en papeles de colores. La dulcería de la almendra de oro se volvió la más popular, y ni siquiera enfrentamos problemas en 1843, cuando Santa Anna demolió el Parián. En donde estuvieran los múltiples locales de La Dorada Almendra, se llenaban de niños que ahorraban sus centavos para comprar tamarindos (de azúcar para los chiquitos y con chile para los más grandecitos), de enamorados que gastaban en chocolates blancos para sus novias, de señoras que se deleitaban con los mazapanes y los cacahuates garapiñados, de viejecillas que se chupaban los dedos después de comerse sus galletas de cochinitos y los esponjosos bombones, pero claro, ahora siempre también se llevaban un mazapán de chocolate.

Para mí desde ahí, la vida fue un dulce.

No hay comentarios:

Publicar un comentario