15 febrero 2010

Ojos de Buey (cuento de navidad 2009)

Me volvió a despertar el ruido, pero esta vez no eran los rebuznos del viejo burro, sino era la mujer la que no paraba de gritar. No me había despertado sólo a mí, sino también a su viejo animal y al hombre que venía con ella, sus chillidos se acompañaban de gemidos y una respiración acelerada que rompían con la quietud y serenidad que debía de tener una buena noche; yo la vi agresivamente y di dos patadas contra el suelo para callarla, pero ella parecía no percatarse de mis acciones y seguía gritando como si alguien la estuviera golpeando fuertemente. No podía conciliar el sueño. Desde que habían llegado no me habían dejado dormir esos tres, primero el hombre barbudo, roncó tan fuerte que parecía león, estaba exhausto y somnoliento desde su llegada, más tarde el viejo burro empezó a rebuznar porque no se acomodaba en el pequeño rincón, pero se dio cuenta que yo no le cedería más espacio del que ya le había dado y terminó por silenciarse, lo que me faltaba era el ruiderio que estaba produciendo la panzona.

Habían llegado ya entrada la noche y se habían dispuesto a dormir en mi hogar el cual, desde que murió Rumiante hacia 10 años había sido sólo mío, pero claro, ellos dormían como si hubieran caminado más que yo con la carga de Don Remigio hasta el pueblo y a mí su posadero no lo dejaban cerrar el ojo. A Rumiante lo habían llevado al matadero cuando se rompió la pata y ya no fue capaz de cargar con los trozos de madera de Remigio, siempre esperé otro compañero tras su muerte pero la verdad es que ahora estaba muy acostumbrado a mi soledad y no me gustaba que se interrumpiera de esa manera tan poco común e inesperada.

No sé porque Remigio los condujo hasta mi casa y los dejó dormir en la paja que me pertenecía, no había cedido a las súplicas de decenas de personas que habían tocado a su puerta ese día, después de que admitió en su pequeña casa a las primeras cinco personas de las multitudes que llegaban a nuestra ciudad. Tampoco tengo idea de porque los metió aquí conmigo, me quería molestar más de lo que me molestaba con su carga de leña cada día desde temprano en la mañana. Al día siguiente no trabajaría, me negaría y no saldría de mi cobertizo para recuperar el descanso que sus huéspedes me estaban negando esa noche.

Los decibeles de los gritos crecían y yo no encontraba motivo alguno para que los profiriera, se veía sana y más gorda que yo; la miré fijamente para asustarla, pero creo que con los años había perdido este efecto que podía tener con las personas, me dí cuenta de que estaba sudando y pensé que podía tener una infección interna como la que le dio a la vaca lechera que antes tenía también Remigio. El hombre trataba de calmarla y le explicaba que tenía que respirar más lento, ella lo tomó de la mano y noté que al hombre le dolió lo fuerte que se la apretó, pero continuó sosteniéndola, preocupado por su supuesta infección. El burro se volvió a dormir y yo lo intente pero las vociferaciones de la mujer no me dejaban.

El hombre salió del portal y rápidamente regreso con una vieja, una de los huéspedes de Don Remigio. La mujer empezó a gritar más y la vieja la tranquilizo, yo volteé la cara porque me recordó al matadero donde perdió la vida Rumiante, pero cuando me dí cuenta los invasores de mi hogar ya no eran tres sino cinco. Ahora la mujer ya no gritaba pero en sus brazos cansados sostenía a un niño que chillaba intensamente y tampoco me dejó cerrar los parpados. De pronto el alba llegó y las estrellas se empezaron a borrar.

Sorpresivamente Remigio no me llevó a trabajar ese día, pasó todo el día haciéndoles compañía a la mujer, al hombre y al bebé, que parecía que era el hijo de éstos. Trajó comida junto con su mujer, Felipa, e incluso me compartieron un poco. Paulatinamente se fue llenando el portal de gente, pero todos eran amables conmigo y dejó de importarme tanto que invadieran mi espacio. El bebé era tierno y regordete pero seguramente todos los pastores que llegaron, Remigio y el resto de la gente veían algo especial en él, que mis ojos de buey no podían apreciar, o no distinguían del resto de los bebés humanos que habían visto.

Por la tarde salí a dormir fuera del portal pues mi cuerpo me exigía el sueño que no obtuvo en la noche estrellada y adentro no había espacio suficiente para recostarme. Al día siguiente vino todavía más gente, y la noche antes de que se fueran, llegaron tres visitantes más. Vestidos con finas ropas, traían cosas que olían horrible y otras que brillaban como la luna. También traían ricos alimentos de los cuales me tocaron todas las sobras y me engordaron un poco para rescatar esa figura choncha y fuerte que presumía en mi juventud.

Después se fueron todos, incluso la mujer que ya no era tan panzona, el hombre, y el bebé que tantas personas había atraído. A la larga lo sigo recordando porque su presencia cambió por completo la actitud de Don Remigio, me consentía más después de trabajar y nunca volvió a usar su callado en mi contra, el reía más con Felipa y yo sonreía con el nuevo buey que compartía mi carga, seguramente, el niño si tenía algo de especial.

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