18 mayo 2010

Luna


La afinidad por la luna llena caracterizaba a Joaquín Rivera. Cada ciclo lunar, esperaba a que nuestro satélite natural se hallara rebosante y entonces, dejaba de lado otro de sus trabajos, todos sus problemas y cualquier estímulo que lo privara de la blanca luna en esos días. Cuando en el cielo se iba a dibujar una luna llena, Joaquín subía las escaleras hasta llegar a la azotea del edificio en el que vivía, extendía su sleeping bag y se acostaba sobre éste con un thermo lleno de café en la mano y los ojos bien pendientes a la esfera inmensa que estaba a punto de salir entre los demás edificios.

Pasaba toda la noche despierto, observando a su amor, excitado, delirante, sonriente, emocionado y plenamente feliz; hasta que la luna se escondiera, tarde o temprano. Entonces esperaba a que de nuevo se cumpliera el ciclo y la luna escondiera de nuevo a la Tierra su mitad oscura.

La luna llena era su pasión juvenil, su ilusión más grande y en muchas ocasiones, ese día en que la luna se convertía en un perfecto círculo se presentaba como su único motivo para seguir viviendo. Nunca una mujer pudo ganarle terreno a la luna en el corazón de Joaquín, ningún placer terrenal pudo apartarlo de la azotea en la culminación de su espera de 29 o 30 días, los amigos nunca le fueron lo suficientemente confortantes, la familia suficientemente importante ni el trabajo suficientemente necesario, pero la luna llena, la luna llena sí.

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