01 agosto 2010

La más querida


Cuando Arturo murió cada uno de sus amigos me dio una palmada, uno que otro un beso y un abrazo. Nicolás sólo me volteó a ver con furia y no volvió a pasar más tiempo conmigo, aunque antes de la muerte de su hermano disfrutaba mucho de los ratos que compartíamos. Rosario, la mamá de Arturo me abrazó y lloró, me culpó y se desahogó, pues por mí había muerto Arturo, yo era la culpable de su muerte prematura. Me quedé callada mientras me deshacía de dolor por dentro. Yo era quien debía ser acusada, así que dejé que Rosario me abrazara, me cubriera con sus lágrimas y me culpara. Su papá perdió para siempre la sonrisa que lo caracterizaba, y lo cambió por un triste semblante, él también se sentía culpable. Él me presentó con su hijo.

Arturo me quería más de lo que yo lo quería a él. Me besaba, me llamaba preciosa y todas sus tardes, sin excepción alguna, las pasaba conmigo. Yo disfrutaba estar con él, que me sostuviera en sus brazos, que me hiciera bailar, pero disfrutaba más cuando varias personas me admiraban, me perseguían, cuando se peleaban por mí. Nunca se puso celoso ni se enojó conmigo, simplemente se volvía a hacer presente, paciente, firme, contento. Conmigo se sentía triunfante, sin mí, su reina, miserable.

Nunca jugué con nadie si Arturo no estaba presente, ni siquiera con Nicolás que me amaba tanto como él, que me adoraba, que me quería incesantemente aunque estuviese con su hermano. Yo era de Arturo y de nadie más; a veces, él dejaba que me tocaran y caminaran conmigo, pero nunca dejó que me llevaran mucho tiempo ni demasiado lejos, tampoco que me detuvieran, siempre regresaba por mí aunque estuviera alegrando a alguien; entonces yo le exigía su mejor trato, sus apapachos, su cariño, que me sacara a pasear a algún lado.

Poco después de que Arturo murió, quise que todos sus amigos me agarraran a patadas, pero me castigaron de la peor manera, olvidada en un rincón, sin golpes que me hicieran volver a sentir algo más que la tristeza que ahora me abruma. Arturo ni una sola vez permitió que me pusiera triste y menos tanto como estoy ahora, él me otorgaba los mejores cuidados y jamás estuvo con otra que no fuera yo, aunque eso significara perderse un juego y no ser el campeón de fut de la cuadra por ese día. Me era completamente fiel y pensaba que yo le era recíproca, que le otorgaba ciertas ventajas que no les daba a otros hombres, a otros niños. En realidad nunca se las di. Yo coqueteaba, dejaba que me levantaran y me hicieran volar. He de confesar que él si me conocía mejor que cualquier otro que me haya tocado, reconocía mis puntos débiles, me acariciaba dónde más me gustaba y me llevaba a mis lugares favoritos, a donde nadie más podía. Yo le respondía tocando su cuerpo, sus pies, su espalda, sus piernas, su pelo.

Su papá, Matías, me llevó a una de las fiestas de cumpleaños de Arturo, ahí me conoció y en ese instante se volvió loco por mí. Yo era mayor que él, tenía más experiencias, había vivido grandes cosas, gloriosos sucesos, pero en aquel momento me sentía sola, abandonada como ahora, sin Arturo, sin nadie como él. En aquel momento, cuando me tocó, supe que me iba a amar mucho más de lo que cualquiera me había amado antes. No estaba equivocada. Él me dejaba dormir sobre su pecho, me rozaba con sus dedos suavemente, sabía como satisfacer mi orgullo que es tan grande.

Pasó el tiempo y aunque mi cuerpo ya no era tan firme como en un principio, me seguía idolatrando, me llamaba Gordita, Santa, Hermosa, Muñeca e incluso decía que no tenía más novia que yo. Arturo no vivía para las mujeres, para todas las nenas pubertas del barrio que lo seguían por su fama futbolística, él vivía para mí y mi deporte.

Le gustaba salir conmigo en la noche, aunque Doña Rosario no siempre le daba permiso. La primera vez que salimos a pasear a la calle ya que había oscurecido, vimos una estrella fugaz, y yo quise convertirme en ella: veloz, hermosa, y deslumbrante. Arturo se dio cuenta y decidió nombrar a su equipo de futbol, como lo que pensaba que era la estrella, un cometa. Su equipo ganador eran Los cometas, en mi honor, como recuerdo de aquella noche, porque para Arturo yo era veloz, hermosa y deslumbrante.

Definitivamente Arturo tenía talento, en ese arte del fútbol en que todos quieren tenerlo, él era el mejor; nadie manejaba su cuerpo con tanta pasión como él; Arturo no sólo aprovechaba sus habilidades sino que las proyectaba con inspiración, motivándose a él y al resto de su equipo, él sonreía, disfrutaba, gozaba desde el amanecer hasta el atardecer. Sí, definitivamente Arturo tenía talento, y yo era la musa que lo hacía explotarlo, que lo inspiraba.

Cuando jugaba, a veces Arturo disfrazaba su talento y se llamaba a sí mismo Beckenbauer; Nicolás decía que era Platini, Martín, que era casi tan buen portero como Arturo delantero, se llamaba Higuita; Huberto era Calero y Diana, la única niña que tenía permitido ser parte del equipo, se juraba Messi aunque siempre jugaba de defensa.

Desde la muerte de Arturo, ya nadie sale a entrenar en la calle, dicen que es peligrosa, entonces se van a canchas con cercas, pasto recién podado, porterías nuevas y dejan atrás la cancha trazada con un gis blanco, las porterías marcadas con sudaderas y me dejan atrás a mí, porque a esas elegantes canchas, nadie me quiere llevar.

Nicolás ya no juega fut, Matías no ha vuelto a ver un partido con sus amigos, ni en ésta casa ni en la de nadie y Rosario, ha prohibido que me mencionen, aunque duerma a unos escasos metros de dónde me encuentro, encerrada, castigada y descuidada. Sus amigos también me han dejado atrás, ya no piensan nunca en mí ni siquiera cuando evocan el recuerdo de Arturo, de su amigo al que ni una vez vieron sin mí a su lado.

Recuerdo cuando todos me querían, cuando dedicaban sus goles en mi honor y me sostenían, tras estos, lo más arriba que pudieran; tengo en la mente la final del barrio del año pasado… tras el último gol, el que les dio el gane definitivo en los últimos segundos del partido, Martín corrió por mí y me sostuvo en lo alto, todo el equipo me dedicó una buena porra, decían que yo era de buena suerte, mágica y que por mi sola presencia en el partido habían obtenido ese triunfo tan deseado. Recibí abrazos de todos, pero en mis adentros pensaba que no los merecía. Yo no hice nada para que ellos ganaran, para que metieran ese gol. Fueron Huberto y Arturo, ambos se lanzaron al ataque, cambiando mi mirada rápidamente de los pies de uno a los pies de otro, pronto la defensa de Los Rinocerontes había quedado tan inútil e inservible como un clavo doblado y oxidado. Huberto se detuvo frente al portero, pero dio un pase veloz a Arturo que tiró con la zurda hacia el ángulo derecho mientras el portero Ricardo, que también me quería, se lanzó hacia el lado opuesto. El golpe del travesaño dejó a todos, incluyéndome, un poco desconcertados, pero Arturo con agilidad rescató la jugada y con un cañonazo feroz, en el último segundo ganó el partido. Antes del silbatazo, me tomó en sus manos y me besó. Ese es mi breve recuerdo de felicidad compartida, corriendo a su lado, festejando su gol, mi suerte, su talento.

Arturo murió tratando de alcanzarme y por eso dejo que me culpen; murió abrazado a mí, persiguiéndome porque Edgardo Torres me había golpeado y estaba herida y enojada de que no me trataban como debían. Arturo fue una víctima de mi orgullo, pues por más que corría para alcanzarme, yo no quise detener la marcha, hasta que llegué a la avenida a toda velocidad. Me alcanzó para levantar la mirada y encontrarse con el pesero verde que le quitó la vida. Estaba de rodillas, prometiendo cuidarme mientras me mimaba y adulaba. La muerte lo encontró feliz, de eso estoy segura, porque murió conmigo a su lado y conmigo siempre estuvo irradiando la más pura de las felicidades, la muerte lo llevó antes de tiempo, porque su gloria fue efímera, infantil y olvidada por la desgracia, igual de olvidada que yo, deprimida y ponchada, perdiendo el poco aire que me queda, el aire que no se llevó el vehículo que mató a Arturo, el pesero que me mató en vida.

Hoy Nicolás me tocó primera vez desde la muerte de su hermano. Me dijo que yo no tenía la culpa, mencionó que tampoco el conductor que atropelló a Arturo, el cual no frenó, aunque digan que siempre que ves una pelota debes detener el automóvil, porque siempre hay un niño atrás. Nicolás me abrazó, me perdonó llorando, cuando dejó de moquear salió a la calle, Martín y Diana se unieron prontamente, sin estar seguros de que jugar conmigo era lo correcto, Rosario y Matías nos vieron por la ventana, él la rodeo con su brazo y ambos esbozaron sonrisas que eran al mismo tiempo melancólicas y esperanzadoras.

Nicolás volvió a jugar conmigo, se dijo a sí mismo Platini y me enseñó que todavía tengo esa capacidad de enamorar, de volar, meterme en una portería y darle gloria a un jugador, todavía causo gritos y sonrisas en el instante de gol, y todavía decepciono a algunos cuando coqueteo con los pies de todos.

3 comentarios:

  1. injusto que no ganara

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  2. Tendremos que leer a los ganadores antes de decir eso...

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  3. Margarita B.2/8/10, 21:06

    ¡Muy bueno! Los concursos suelen tener demasiados vicios. Es un muy buen cuento y eso es todo lo que debe "contar". Gracias por compartirlo y ¡felicidades!

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