07 abril 2010

Sueños que vuelan

De pronto, todos salieron de sus casas, varios jóvenes subieron a las azoteas de los edificios, Jimenita Álvarez miró hacia el horizonte tratando de divisar el espectáculo; las calles se llenaron de señores que habían interrumpido su rutina para ser testigos del asombroso acontecimiento, el pueblo estaba en expectativa. El primero en divisar los brillantes colores fue Jorge Luis Treviño y cuando anunció su llegada aún más personas salieron de sus casas. Las señoritas Méndez, en perfecta sincronía, se taparon el sol con la mano mientras bajaban su sombrilla con la otra, los niños de todo Dolores señalaban y corrían ilusionados, incluso Doña Lucha se asomó por su ventana, la cual hacía mucho que no había sido abierta.

Me asomé yo también por mi ventana que estaba frente a la de Doña Lucha; elegantemente me extendió su mano para que la besara, tuve que pararme de puntillas y salir un poco más de la casa para lograrlo. Lucha, la viuda de Lucas González, muerto en la guerra de Independencia, estaba sonriendo por primera vez en mucho tiempo, la vieja miró una vez más el espectáculo, se despidió educadamente, cerró su ventana y volvió, como siempre, a bordar pañuelos que no servirían nunca a nadie. Volteé hacia mi izquierda para ver lo que todos veían, el sol de la mañana tardía me cegó momentáneamente, me tallé un poco los ojos y cuando al fin se acostumbraron a la luz, lo vi.

Cuando lo conocí en Guanajuato éramos aún niños. Mi familia se mudó a la capital del estado en 1823 poco después de que se consumara la Independencia porque mi padre obtuvo un puesto en el nuevo gobierno. Benito era mi vecino y salíamos a jugar todos los días después de asistir a la escuela juntos. Los dos soñábamos despiertos, mientras yo me sentaba en la puerta de mi casa a leer cuentos e imaginar que era parte de esas lejanas historias, él corría por la calle con los brazos extendidos y soñaba que podía volar. Algún día lo lograría.

Dolores había cambiado mucho desde que Hidalgo gritó en la iglesia ¡Viva Fernando VII!, la guerrilla constante la había vuelto diferente, no sé si para bien o para mal, pero la gente del pueblo decía que esto no se percibía en los edificios ni en la política, tampoco en el aire ni en la gente, pero de alguna manera se notaba y no era difícil distinguir el cambio; nunca lo pudieron explicar, pero siempre añoraron el viejo pueblo con nostalgia, a la vez que veían con esperanza el lugar en el que en aquel momento me encontraba: sacando medio cuerpo por mi ventana, viendo los colores vivos de la seda que formaba un globo lleno de gases calientes y riendo como reía cuando era joven en un callejón de Guanajuato junto con mi amigo Benito.

Crecimos, y mientras Benito leía acerca de las hazañas de los hermanos Montgolfier o construía pequeños modelos de máquinas voladoras, yo leía a Sor Juana y escribía mis primeros cuentos. Él me explicaba que volar no era imposible como creíamos y me aseguraba que algún día lo vería cruzar los aires, yo me reía y el también. En ese pequeño callejón le componía poemas, burlándome de sus fantasías y esos versos nos hacían reír aún más. Yo me carcajeaba de su idealismo, y él reía porque sabía que este idealismo era más bien, una realidad no tan lejana.

Pero en el fantástico instante, mis risotadas fueron como piernas que me llevaron a entrar a mi estudio, sin importar el tirar la tinta sobre mis ensayos y romper el jarrito de barro, piernas que me hicieron bajar de dos en dos las escaleras de madera y correr como tanta gente de Dolores intentando acercarme a la figura voladora, tratando de reencontrar a Benito a quien no había visto en años, tratando de despertar de esa ilusión, del sueño que tuvo aquel amigo que corría por Guanajuato con los brazos extendidos. Porque yo sabía que aquel que ahora volaba era el joven Acosta: nadie podía lograr tal hazaña más que Benito.

En 1836 tras la muerte de mi padre, mi mamá quiso regresar a Dolores, nuestro pueblo insurgente donde ella había nacido. A mis 17 años continué aquí mis estudios y dejé a Benito en el Colegio de Minería de la ciudad de México estudiando ingeniería. Un año antes había ido con él a ver la función de vuelo aerostático que Eugene Robertson presentó en la capital; yo estaba asombrado, boquiabierto, mirando como la canastilla se despegaba del suelo y subía al cielo hasta que el señor Robertson se dejó de distinguir, en cambio Benito estaba feliz, extasiado, pensando que un día sería él, aquella persona que vería a sus pies las montañas, los pueblos, los ríos, las personas, el mundo.

Al dejar mi casa de Guanajuato, Benito se despidió exigiendo que le escribiera, y que le dedicara mi primera novela al publicarla. Yo me despedí bromeando, diciendo que no dudara en avisarme cuando él fuera como aquel pato o aquel gallo o borrego, que en un globo como el que habíamos visto, algún día habían volado.

Benito estaba volando. La hermosa Jimenita Álvarez me comentó mientras corría a mi lado que le habían dicho que el globo había salido de la ciudad de Guanajuato, de la plaza de toros de San Pablo. y estaba planeado que aterrizara aquí en Dolores; nos detuvimos un momento y fue cuando me dijo que efectivamente, el aeronauta de aquel globo hecho de seda roja, amarilla, verde, azul y morada, el primer mexicano que se burlaba de la gravedad era sin duda alguna Benito León Acosta, el joven de 23 años.

No sé que fue lo que sentí en ese momento, una mezcla de sorpresa y alegría, un sentimiento que sé que fue reflejado en mi rostro, pues la señorita Álvarez, mi prometida, me tomó de la mano riendo y me dio un beso en la mejilla. Nuestra sorpresa fue enorme cuando volteamos de nuevo a ver el espectáculo, la gente empezó a gritar y a correr aún más lejos, porque el aparato volador, que cada vez se veía más cerca de nosotros, de pronto se fue alejando y volviéndose más pequeño a nuestros ojos.

A Jimena la conocí cuando el Señor Don Raymundo Álvarez fue a Guanajuato de paseo con su familia; Jimenita, la mayor de sus hijas tenía entonces 8 años y yo tenía 14. Cuando el Señor Álvarez y mi papá comenzaron a hablar de política y negocios, temas que hasta recientemente nunca me habían llamado la atención, nos pidieron a Benito y a mí que les enseñáramos los alrededores y les compráramos a las niñas unos dulces típicos. Después de un pequeño paseo por Guanajuato todos nos sentamos en el callejón donde Benito y yo siempre reíamos para disfrutar nuestros dulces de almendra, y para que pudiera relatar las aventuras de Juanito Mofletes, el hombre que simplemente inflando sus cachetes, podía volar; la historia que Benito inventó y yo embellecí. Todas las niñas y su nana mulata escucharon atentas. Jimena se metió tanto en la historia y en las descripciones de las nubes que Juanito surcó, que el resto de su viaje lo pasó mirando hacia el cielo, encontrando figuras en las nubes. A veces todavía lo hace, y lo hizo ese día, mientras el globo se iba.

-Ya va por la nube que parece león-, me dijo Jimena. El globo se hizo casi invisible, me quedé pasmado viendo los colores de la seda que ya no se distinguían unos de otros. Unos minutos después entre la gente desconcertada, se escuchó un grito proveniente de lo alto del edificio donde estaba el joven Treviño, quien avisó que el globo estaba inmovilizado sobre el cerro del Gusano. El Sr. Jacinto Rubio, jefe político de Dolores, junto con un puñado de campesinos, salieron cabalgando rumbo a esta dirección antes de que me diera tiempo de aclarar mi mente acerca de todo lo que estaba pasando. El pueblo estaba bullicioso y nadie comprendía bien lo que ocurría, los jinetes iban regresando hacia Dolores pues no habían encontrado el globo donde se había dicho, pero volvieron a partir antes de que alcanzaran el límite de la ciudad porque un joven los alcanzó con nuevas noticias del aparato aéreo. En ese momento me despedí de Jimenita, tomé la yegua negra de Filiberto Muñoz y fui tras la comitiva para encontrar también a Benito.

Cuando su tía Rosario le dijo a Benito que nunca podría volar, él decidió hacer lo más cercano a esto: galopar. Fueron muchas las tardes de nuestras vidas en las cuales salimos de Guanajuato a toda velocidad hacia el campo, o dentro de la misma ciudad, controlando a nuestros caballos. Yo galopaba en mi caballo bayo, sintiendo el aire en la cara, alejándome como si fuera completamente libre, como si no existiera conflicto alguno en nuestra nación en pañales, como si sólo yo existiera en las montañas, en el pueblo de fantasmas. Benito cabalgaba sobre su animal, imaginando que su caballo pinto tenía alas, soñando que éste era un pegaso, que volaba alto y lo levantaba sobre los aires.

Parecía que la yegua de Filiberto no tocaba el suelo, rápidamente alcancé a los demás caballos, no sabía a dónde se dirigían pero los seguí hasta que divisamos la enorme cantidad de tela al lado del río, y metros más adelante estaba él con su ideal más grande cumplido. Ahí estaba mi gran amigo Benito, que fue cubierto con abrazos, chiflidos y felicitaciones antes de que tuviera una oportunidad de verme, y cuando se percató de mi presencia, me abrazó con una gran sonrisa y me dijo –Escoge: pato, gallo o borrego.

Don Jacinto nos separó y a pesar de mi petición de que Benito descansara en mi casa, insistió que se le llevara a la suya. Su llegada a Dolores fue más aclamada que la entrada de cualquier ejército, fue recibido con risas, aplausos, incluso cánticos y abrazos de personas que para él eran completos desconocidos. Benito durmió toda la tarde y cuando despertó su sorpresa fue grande al enterarse que la gente del pueblo había organizado un baile para él, ahí mismo, en la casa del Sr. Rubio.

Cuando en Guanajuato fuimos por primera vez a un baile, Benito y yo estuvimos toda la noche en el balcón de aquella hacienda, él mirando las golondrinas que paseaban por las primeras estrellas en el cielo, yo recitando versos a una hermosa joven que se puso colorada. Así pasamos la mayoría de las fiestas y los bailes, por lo cual nunca dominamos el arte de la danza y en casa del Sr. Jacinto Rubio, el 3 de abril de 1842, los dos preferimos no bailar.

Después de que lo coronaron con flores y la mayoría del pueblo pasó a darle sus felicitaciones personales a Benito, me contó de sus viajes a Francia y a Holanda dónde vio decenas de globos aerostáticos, de la construcción del aparato hecho con sus propias manos; de su trayecto, del viento en contra que tuvo que pasar, de su salto del globo, y de sus ascensiones previas; también me contó de su vida lo que había leído yo ya en sus cartas, pero ahora con lujo de detalle. Después platicamos de tantas cosas que habíamos vivido juntos, de los bailes de sociedad, de las cabalgatas donde los cascos de los caballos tronaban velozmente contra el suelo, de la historia que inventamos de Juanito Mofletes, de las risas en el callejón, de los juegos después de la escuela y de los sueños que teníamos, del sueño que él había ya cumplido.

La noticia de la ascensión de Benito corrió por Dolores, llegó al gobernador del estado y voló a los oídos del mismísimo presidente Antonio López de Santa Anna, el cuál le otorgó el poder sobre todo el espacio aéreo nacional durante tres años, así que sólo mi amigo podía cruzar los cielos de la nueva nación y podía cobrar a cualquier otro que quisiera hacerlo.

Mi nieta que se parece a Jimenita, me dice que en un futuro Benito pudo haber sido millonario, que ahora existen aparatos que dejan atrás al simple globo aerostático, se ha desarrollado uno enorme llamado dirigible y dice que hay un par de hermanos en el país vecino del norte que ahora vuelan en un aparato con alas. Yo estoy viejo y ya no sé qué creer y qué no, pero estoy seguro de que Benito León Acosta Rubí de Celis, mi gran amigo de la infancia, se volvió leyenda de una lejana historia, una historia en la cual yo obtuve un pequeño papel, entonces valió la pena que soñáramos despiertos, porque Benito pudo volar y yo pude formar parte de un cuento acerca de un globo de colores que vi en el pueblo de Dolores.

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