07 abril 2010

San Gabriel Árcangel (Cuento navidad 2008)


Dicen que la noche de Navidad es la más larga del año, pero yo nunca lo creí. Larguísimas noches había pasado yo trabajando en la cafetería o atendiendo a los chillidos de los niños. Eternas noches en el camión de San Gabriel Arcángel a la central del Norte. Interminables noches cuidando de mi esposo enfermo. ¿Por qué me afirmaban que la única noche dónde realmente disfrutaba, era la más larga del año cuándo a mí tan sólo me parecían unos minutos?


El camión plateado traqueteaba en el árido camino a San Gabriel, llevaba más de cinco horas ahí, viendo el gris asiento con manchitas color vino, ocre y amarillo. Cada vez que el autobús saltaba éstas se movían de mi vista y yo rebotaba de tal manera que sentía que mi columna se rompía. Tope, bache, hoyo, subida, bajada, piedra. Parecía que el camión no podía estar estable. Era la única pasajera que quedaba, pero aún faltaban dos horas para arribar a mi destino. Otro movimiento brusco, un paquete volando. Los ojos empezaban a cerrarse, mi cuerpo a dormirse, por fin cómoda. Un enfrenón que me aventaba al asiento de adelante, a aquél de las manchas ocres, vino y amarillo. El motor rugía debajo de mí. Curva, tronco, terracería, empedrada, freno, más baches, ruido, insomnio.

Llegué al pueblo muerto de San Gabriel a las cinco de la mañana, sin haber logrado dormir siquiera un poco. La iglesia abandonada estaba frente a mí, mis bultos en las manos, el humo y el polvo que levantaba el autobús en mis ojos y boca. De nuevo regresaba a este pueblo que no tenía nada ya que ofrecerme, en el que todas las casas conocía, todas las calles había recorrido, todos los puntos había pisado. Regresaba por capricho, como todos los demás que continuamente seguían regresando a este olvidado lugar.

Mi papá seguía viviendo en la casa grande, con mi hermana cuidando de él y de la parte utilizada de aquella enorme casa. Como era natural, ya la gente no me reconocía, y nadie vino a recogerme a la plaza donde llegaba el camión. Caminé tres cuadras entre las polvorosas calles hasta llegar al umbral de la casa.

En la capital vivía con mi esposo Federico y mis hijos, Carla y Julián, que nunca habían venido a San Gabriel. Federico alguna vez conoció a mi papá, yo creo que la única vez que él vino a la ciudad, el día de mi boda. Federico siempre quiso venir a mi pueblo, pero desde hacía varios años el doctor le había prohibido viajar en autobús y más en un camino como el que traía a San Gabriel. Carla nunca había querido venir, menos todavía cuando le contaba mis historias de largas y desesperantes horas en el camión, pero al contrario, Julián siempre había querido conocer a su abuelo, cada vez me lo decía más, ahora constantemente, incluso lo puso en su carta de navidad. Nunca quise que mis hijos conocieran San Gabriel Arcángel porque se quedarían atados al igual que yo, así que decidí tratar de hacer lo imposible y sacar a mi papá de San Gabriel para pasar la Navidad con nosotros.

Nada cambiaba en el pueblo, la casa seguía igual a cómo lo había conocido de niña, la puerta de roble sonaba igual al abrirla, la misma campana para avisar tu llegada, las mismas plantas creciendo a las orillas de la casa. Mi hermana me recibió como era costumbre. Tácitamente sus hermanos entendíamos que ella quería dejar el pueblo desde hace mucho tiempo pero la culpa de dejar solo a papá no la dejaba. Llegué con papá, persona de pocas palabras y seco como el desierto que rodeaba el pueblo. Comimos juntos, platicamos las mismas conversaciones que ya habíamos sostenido varias veces, “todos estamos bien” “la economía va mal” “la comida esta deliciosa”. Después el tomó su siesta mientras Remedios y yo íbamos a comprar el pan dulce y la leche para la cena.

Remedios siempre preguntaba por mis hijos y por nuestros sobrinos, por la vida en la ciudad, seguramente para acabar con la monotonía de su vida. Yo a veces la envidiaba, su vida era más sencilla, sólo cuidar de papá, el cual la adoraba por no haberlo abandonado como el resto de sus hijos. No tenía clientes malhumorados, ni porque pasar mañanas haciendo cuentas de las ganancias del café en la noche anterior, no tenía que ganarse la vida, al vivir con papá ya la tenía predispuesta.

En la cena tenía planeado decirles mi plan para Navidad, pero temía la reacción de mi progenitor. Él nunca había escuchado las súplicas de Joaquín para visitarlo, los ruegos de Mercedes para que conociera a sus nietos, los llantos de Rita para que se fuera de viaje con ella, los arrebatos de Álvaro por no interesarse en su vida. ¿Por qué entonces, me escucharía a mí? Sólo había salido en cinco ocasiones del pueblo. Tenía 11 nietos y no conocía a ninguno. Fue espontáneo, fue inesperado. –Quiero que vengas a pasar Navidad con nosotros. Con todos tus hijos. Quiero que vengas a México. –dije decidida.
-No.
-Por favor, Julián te quiere conocer
-No y no habrá discusión.
-No es motivo para discutir solo quiero que vengas dos días con nosotros a pasar las fiestas para que tú y Remedios no estén solos en esas fechas.
-No estaré solo, Remedios es suficiente compañía
-Pero papá ¡por favor! No seas necio, ¡no hay punto en quedarte aquí!
-Prometí alguna vez que no abandonaría mi pueblo como el resto de la gente, ya lo hice cinco veces y te aseguro que no volverá a suceder
-¿Qué no te das cuenta que vives en un pueblo de fantasmas?, ¡ya ni tus amigos viven aquí!
-No me convertiré en otro de esos fantasmas. No. No me pidas más, porque mi respuesta será la misma.

La discusión se prolongó por horas sin ninguna intervención de Remedios y efectivamente la respuesta de mi padre no cambió. Me rendí y a la mañana siguiente me encontraba de nuevo en el camión plateado; primero iba sola, después se fue llenando en las otras paradas. Traté de acurrucarme y de dormir. No pude. No podía dejar de pensar en las palabras de mi padre. “Qué ustedes hallan abandonado su hogar no significa que yo lo haré” “que quede claro que ustedes me dejaron a mí, no al contrario”. No quería pensar en eso, empecé a contar las manchas del asiento de enfrente. 6 color ocre, 7 amarillas, 4 vino. Las observé y las analicé, vi que entre unas de estas se salía el relleno del polvoso asiento. Relleno de color amarillo. Segundos más tarde me volvía a encontrar pensando en mi padre. En lo qué le diría a Julián. En la decepción de mis hermanos. Ellos sabían que no lo pude convencer.

Cuando llegué a la Central del Norte a medio día, venía ya decidida. Si no iba a venir a su familia su familia iría a él. Llamé a todos mis hermanos. Largas llamadas, gritos por teléfono, llantos, recuerdos, acuerdos, esperanzas, risas, planes, hechos.

El 24 de Diciembre por la mañana Remedios abría la puerta. La familia había llegado en 3 camionetas rentadas. Todos en silencio decoramos, Matías mi cuñado metió el árbol, y conectó la luz. Elvira mi cuñada me ayudaba a cocinar el pavo, Carla, picaba la fruta para el ponche, Rita, llenaba las piñatas de jícamas, cacahuates y mandarinas. Mercedes calmaba a los niños, Álvaro ponía los adornos más altos. Joaquín hacía uso de sus dotes como repostero haciendo múltiples pasteles y buñuelos. Después de nuestros silenciosos preparativos, subimos todos juntos a despertar al abuelo.

Esto fue hace mucho tiempo pero de aquellos minutos que duró la noche, todos los recuerdos son buenos. La sonrisa de papá, la sonrisa de Julián, la sonrisa de todos, las risas, los abrazos, los festejos, las sorpresas. Esto se volvió una tradición, y una vez al año, cada año, San Gabriel Arcángel se llena de vida.

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